Tenía las manos manchadas de sangre. No podía decir que hubiera sido un mal sueño, además, porque el puñal estaba ahí, y la sangre aún no se había enfriado. El cuerpo yacía casi irreconocible, y sospeché que no lo reconocerían aun incluso después de lavar y coser todo aquel montón de carne muerta. Pero, ah. Se lo merecía. Se lo merecía como nadie en su vida se había merecido la revancha de un resentimiento tan denso, tan negro y tan profundo. Ahora sólo sentía cansancio, y la sensación en el pecho de haber llorado durante toda la noche pese a no haber derramado una lágrima. No sentía nada por lo que fue aquel amasijo de vísceras y huesos, y tal vez lo único que me reconcomía el alma era un rencor aún no saciado ni con la muerte, o tan siquiera la tortura. El haber arrebatado por siempre el aliento de mi detractor no borraba lo pasado. Aún permanecía ahí, como un frío latiente. Como un deseo sórdido e inconmensurable: Sed non satiata.
La luna brillaba con fuerza a través de la ventana abierta, patrocinando la masacre que embadurnaba la habitación de rojo. Ni siquiera había tenido la precaución de cubrir la daga con un trapo, para que no salpicase a las paredes, y ahora parecían un mosaico atroz. Pensé que podría rematar la escena colgando el hígado del soporte para la vela, que estaba al lado del cabecero, pero terminé por retractarme al tratar de encontrar una explicación lógica al por qué prolongar tanto el crimen. ¿Por qué tan violenta, por qué tan cruenta? La horrible Gula Roja hacía vibrar las cuerdas del hambre, que clamaban por más. Me había convertido en un monstruo, pero, ¿Me sentía culpable?
La bestia rugió por mí, en una vehemente negativa. Sabía que lo haría una vez, y otra, y otra, hasta que el cuerpo lo aguantase. Sabía que no era un ser humano, bajo aquella máscara antropomorfa. Y también sabía que todo esto era la jerga filosófica-espiritual sobre los malos actos que uno se plantea la primera vez que los hace. La primera vez. Como en un sueño premonitorio, veía la espiral de locura y decadencia en la que mis crímenes me sumirían con el paso del tiempo, pero como dijo alguien una vez; “La locura, a veces, no es más que la razón presentada bajo diferente forma.” Y la luna, madrina imperecedera de todos los lunáticos, será la espectadora y objeto de mis sacrificios.
Sin vacilar un gesto, enarbolé de nuevo el puñal.
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Bueno, pequeño... Muy pequeño relato que se me ha ocurrido durante la hora de la siesta. Al final, como curiosidad, he metido una frase de Goethe.
